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El amor es el único antídoto contra el miedo
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En medio del miedo, aún late el amor

En estos
tiempos donde suenan agudas trompetas de conflicto, es bueno que concienciemos
que la guerra exterior no es sino una prolongación de la guerra civil que se
suscita en el interior de cada uno de nosotros. Y esa guerra sólo tiene una
raíz: el miedo. El Amor es el único antídoto contra los males del miedo. El
Amor es la única forma de cordura. Pensemos en esto antes de posar nuestros
labios sobre las trompetas de la guerra y hagamos sonar fanfarrias de
conflicto, intolerancia y dolor. Todos somos Uno.



El miedo
es la emoción básica del ego –opuesta al Amor, la emoción de Dios: las demás
emociones se derivan de ellas. El Amor nos hace libres. El miedo nos sume en
abismos.
Una es real y su hogar es el Reino de los Cielos (que late en cada
ser del Universo). La otra: tan irreal como nuestras más sombrías pesadillas.



Solemos padecer de irrealidad. Uno de nuestros primeros aprendizajes es
el temor a Dios, Padre-Madre de todo lo creado; luego, aprendemos temerles a
nuestros padres terrenales; es de lo más normal que terminemos temiéndonos a
nosotros mismos.



Nos da pánico saber quiénes somos en realidad. De allí se derivan
paralizantes pensamientos:
nos atemoriza hacer cosas equivocadas; recelamos
de lo que el vecino, pareja o maleante de turno nos puedan hacer; tememos
fracasar; nos amedrentan nuestros propios pensamientos (cuántos de ellos
inconfesables); nos intimidan nuestros propios sueños y fantasías; nos da miedo
que nuestros deseos se cumplan –y también que no se cumplan; nos aterroriza
desarrollar nuestro propio poder personal –razón que nos impulsa a cedérselo a
terceros (gurúes, políticos, jefes, amantes, parientes, adivinos).



Tememos el lado oscuro de nosotros mismos, esa región de nuestra psique
llamada "inconsciente". Tememos el lado oscuro del "otro".
Nos acobarda estar solos –también estar acompañados. Hasta nos asusta nuestra
propia sombra proyectada por el farol de una solitaria calle nocturna.



Los adictos al telediario acumulamos múltiples miedos: nos achicopalan
cosas tan variadas como el calentamiento global, las declaraciones del
presidente en ejercicio, las predicciones del horóscopo, las epidemias y crisis
bursátiles que cunden en países distantes; nos amilanan las subidas y bajadas
de los precios petroleros, la derrota de nuestro equipo en el clásico del
domingo y la inminente separación de nuestro grupo musical favorito.



Sufrimos miedos muy específicos: aterra saber que alimentos y vajillas
son frecuentados por los insectos que habitan en nuestras alacenas; nos espanta
la invisibilidad de los virus; nos espeluzna ser tocados por gente de color
diferente; ¿estaba enferma la persona que nos precedió en el retrete del baño
público?; pone la carne de gallina el sospechar que la taza de café en la que
acabamos de posar nuestros labios no ha sido lavada en la cocina del bar.



Albergamos –incluso- miedos cósmicos: ¿cuánto falta para que vuelva a
caer sobre el planeta un meteorito como el que extinguió a los dinosaurios?
¿Serán amigables u hostiles los alienígenas? Admito que mi hijito Juan Rodrigo
y yo sentimos horror al enteramos, por History Channel, que La Vía Láctea y la
galaxia de Andrómeda ¡chocarán dentro de cinco mil millones de años!



Nos aterra el paso del tiempo; nos horroriza el progresivo deterioro de
nuestros cuerpos; nos estremecen las muertes de los seres queridos.



Le tememos a los fantasmas del pasado y del futuro.



Le tememos al éxito, al fracaso, a las novedades, a las rutinas, a los perros,
a los gatos, a engordar, a no gustarle a los demás, a perder el empleo, a
quedarnos calvos, a la intimidad, al sexo, a ser o no ser amados, al Amor…



Incluso, le tenemos miedo al miedo.



Le tememos, en general, al proceso de la Vida. Y por supuesto, le tememos al
sueño que llamamos muerte.



Cada miedo es una barrera que nos impide experimentar el Amor.



Cada miedo es una defensa que erigimos para bloquear nuestra entrada a ese
Reino de los Cielos que prospera justo dentro de nosotros mismos. Sin embargo,
cada miedo es tan irreal como el ego que lo imaginó.



Por eso, afable lector o lectora, ten fe (¡mucha fe!): porque en medio del
miedo, late aún la verdadera esencia el Amor.




El miedo es la raíz de todas las guerras



Miles de miedos nos impiden experimentar nuestro linaje más íntimo: el Amor.



Nos enrolamos en el ejército del miedo y sin piedad comenzamos una cruenta
guerra civil en nuestro interior. Luego, proyectamos en el prójimo los frutos
de esa guerra... ¡y él hace lo mismo con nosotros!



La guerra es ineludible cuando nos sentimos separados del resto de los seres;
cuando no vemos a Dios en el prójimo; cuando no experimentamos Amor
incondicional por amigos y enemigos.



Así, las cosas, la guerra se vuelve costumbre, ideología, cultura. Los
políticos la justifican con mil razones; héroes e historiadores la convierten
en "amor a la Patria"; algunas religiones la declaran santa; los
científicos sociales afirman que es inevitable; la literatura la idealiza a
través de la épica; los medios de comunicación la transforman en espectáculo.



La guerra es una sola –ese miedo que se deriva de creernos separados del
resto de la Creación, del hecho de no sentirnos Uno con el Todo.




La guerra es una sola –esa creencia de que el "otro" puede
aniquilarme, arrebatarme la Vida (don eterno del Amado).



Damos variopintos nombres a esa guerra solitaria: "esquizofrenia;
Alzheimer" –cuando devasta nuestras mentes; "cáncer; gastritis"
–cuando vulnera nuestros cuerpos; "gobierno; oposición" –cuando
desgarramos un país en mitades irreconciliables; "amor a la nacionalidad"
–al avasallar patrias vecinas; "aliados; eje del Mal" –cuando nos
conflagramos en eventos bélicos.



Otros nombres: "Caracas-Magallanes", "River-Boca",
"Real Madrid-Barcelona", "All Boys-Nueva Chicago" –al
alentar e insultar en el estadio; "ricos; pobres" –al ponderar la
calidad del prójimo por la cantidad de sus bienes; "Primer, Tercer
Mundo" –al calificar a las naciones según nuestros juicios, prejuicios;
"ganadores; perdedores" –clasificaciones de los filósofos del
deporte; "fieles; infieles" –frutos de amargas ortodoxias; "progreso"
–cuando arrasamos hábitats y extinguimos a los seres vivos que los pueblan.



¡Parece que nunca es mala la ocasión para extender unos cuantos grados de
separación entre nosotros y los demás!



Sí: para el ego que se juzga dividido del Uno y que se halla obsesionado con el
miedo al Otro, la guerra es un inevitable estilo de vida. Porque cada juicio
que haces del prójimo, cada pensamiento negativo en contra de tu semejante es
un conato de guerra que generas en ti mismo (contra ti mismo).



Y no importa el tamaño de la guerra: un disgustito que germina en la mente; una
confrontación entre policías y manifestantes; un lanzamiento de ojivas
nucleares; los síntomas son idénticos: vemos enemigos donde no los hay, donde
nunca los hubo… ¡y para abatirlos, hacemos uso de ese vasto arsenal llamado
falta de Amor!



Cuando no estás amando, estás odiando



Hay un solo antídoto para tanta demencia: hacernos siervos incondicionales del
Amor. Dice la Escritura: "Ningún siervo puede servir a dos amos: porque
o bien aborrecerá a uno y amará al otro o bien se dedicará al primero y no al
segundo".
Más claro imposible: o te alistas en las huestes del ego o
sirves a la Paz del Amado; en UN CURSO DE MILAGROS  leemos: "cuando no estás amando, estás
odiando".




El miedo es un estado de ausencia: de él han desertado la cordura, la
inteligencia y el Amor (la eterna Presencia del Uno en nosotros).



El miedo es un habitante que cree haber sido desalojado de su hogar y deambula
sonámbulo en miles de ruinosos simulacros de casas imaginados por él mismo: en
cada simulacro, halla un motivo de terror que le hace construir una barrera,
desplegar un violento sistema de defensa, iniciar una guerra; dividido en mil
falsas facetas, tal siervo del temor contiende en mil guerras imaginarias,
paralelas; el Amor, en cambio, es apacible palacio para quienes se saben
presentes en la íntegra Gloria del Padre –eximidos de todo sueño o pensamiento
destructivo.



El miedo abunda en dualidades, en separaciones: mi
cuerpo separado de otros cuerpos; la mente en guerra contra el cuerpo (estado
que llamamos enfermedad); el humano que se siente separado de la Naturaleza y
la percibe como enemiga a la que se debe explotar; el hombre incapaz de llamar
hermano a su enemigo; el individuo que se siente separado de Dios, triste
amante aislado de su Amado; el hijo que no halla al Padre en su propio templo
interno y que vaga desorientado por tortuosos templos externos; el ser
biológico amputado de su ser espiritual; la gota inconsciente de su propia
grandeza, incapaz de percibir su conexión con el océano que es el Universo.



El Amor es simple: carece de dualidades; en Él, dos es siempre igual a Uno,
el infinito es siempre igual a Uno: es tu perfecta conciencia de la Unidad.




Cuando crees que hay algo distinto al Uno es porque estás odiando. Porque la conciencia
del Uno –que es toda Amor- es incapaz de verse separada en múltiples
"otros".



En tal sentido, Thomas Keating, monje católico creador de la Oración Centrante,
asevera: "el primer paso en nuestro viaje espiritual es la comprensión
de que existe un Poder Superior, o Dios, al que provisionalmente llamaremos el
Otro; el segundo paso, es tratar de convertirse en ese Otro; el tercer paso, es
la comprensión de que no hay Otro; tú y el Otro son Uno; siempre ha sido así y
así siempre será".




Hechos Uno, ¡qué fácil es convertirnos en siervos del Amor incondicional!
Porque como dice el Srimad-Bhagatavan: "Sólo hay una verdad, una
existencia, un conocimiento: la conciencia unitaria, pura, invariable, más allá
de la materia y el objeto. Este conocimiento es Brahman (Dios), el Señor del
Amor".




Carmelo Urso




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