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Cuando lo conocí, Daniel estaba muy preocupado. Tenía 34 años, trabajaba como economista en un Banco importante, aparentemente todo era exitoso en su vida y, sin embargo, se sentía solo. Sus parejas eran breves, no tenía muchos amigos, se vinculaba con dificultad. Y, varias veces en los últimos tiempos, diferentes personas le habían dicho que lo encontraban un tanto soberbio, que se sentían cuestionadas por él.
Algo similar le ocurría a Paula, de 31 años, madre de dos hijos y, con esfuerzo, estudiante de psicología, carrera que retomó tras varios años dedicada a la maternidad. Sus amistades duraban poco, no encontraba a las otras personas hechas a su medida, tenía poca paciencia con los que consideraba defectos y los demás terminaban por alejarse.
Daniel y Paula son dos ejemplos de lo que ocurre cuando vivimos nuestras vidas en calidad de jueces de los demás. Terminamos por dificultar el vínculo, incomodamos a las otras personas, ponemos la relación en un plano inclinado (nosotros arriba, ellos abajo) y acabamos solos. Puede haber muchas razones sobre el origen de esta actitud. Dependen de la historia y de la estructura psicológica de cada persona. Una explicación sencilla y habitual es ésta: quien ha sido juzgado, será a su vez juez. Si en las relaciones más importantes de tu vida, las que te han formado, has estado sometido a juicios y prejuicios, eso formará en ti la idea de que un vínculo es un lazo en el cual uno juzga al otro. Y harás como juez lo que hicieron contigo cuando eras juzgado. Luego lo justificarás de distintos modos: que lo haces para ayudar, que lo haces por cariño, que lo haces para mejorar al otro, que las cosas deben ser como deben ser, y así hasta el infinito.
Lo cierto es que las personas que juzgan permanentemente a los demás generan incomodidad, sufrimiento y entorpecen sus propias relaciones. Cuando vivimos juzgando nos sometemos a una serie de limitaciones que nos empobrecen en lo personal y en lo vincular. Al ponernos la toga de jueces en nuestra vida diaria, automáticamente trazamos una línea (a veces un muro) que nos separa de los demás. Nosotros pertenecemos a una categoría, la de quienes deciden o saben lo que está bien o lo que está mal, cómo deben hacerse las cosas, qué actitudes son las que corresponden a cada situación, qué pareja, qué trabajo, qué amigos y hasta qué casa le conviene a cada quien. Y el resto de las personas está allí para recibir nuestra aprobación o reprobación, nuestro rótulo.
Daniel, por ejemplo, acababa a menudo sólo porque reprobaba, incluso por anticipado, la manera de actuar o de pensar de muchos de sus colegas, conocidos y amigos. Hasta tal punto lo hacía que se molestaba con ellos (sin que estos siquiera se enteraran) y, como producto de ese enfado, elegía no hablarles, no acercarse a las conversaciones grupales, a veces directamente no les saludaba. Por supuesto, muchas de aquellas personas terminaban por no tomarle en cuenta, no invitarlo a salidas conjuntas o evitarle para no oír sus comentarios irónicos, sarcásticos y enjuiciadores.
El "juez” establece un parámetro sobre lo bueno o lo malo, lo deseable o lo indeseable, lo correcto o lo incorrecto. Pero, curiosa paradoja, queda atrapado en ese parámetro. ¿Estamos seguros, cuando nos convertimos en jueces de los demás, que nosotros seremos capaces de actuar siempre de la manera en que pregonamos? ¿Podríamos jurar que, jamás de los jamases, caeremos en una actitud o una elección similar a la que reprobamos? ¿Podríamos exhibir una foja de actitudes en la vida tan impoluta, tan despojada de errores que nos permita mantener el podio de jueces? Para preguntarlo de una manera sencilla y milenaria: ¿podemos tirar la primera piedra?
Paula descubrió que ella no podía arrojarla después de perder varias amigas, y de sentir que vivía malhumorada y peleada con el mundo al punto en que se sintió en crisis. Una crisis que le permitió cambiar, sobre todo después de que una de las amigas que aún conservaba (y con quien la unía un cariño que venía de la infancia) le contó de su propia vida, de por qué hacía aquello que Paula reprobaba; le habló de sus emociones, de sus búsquedas y logros personales. Entonces Paula descubrió que, en su afán de juzgar, había dejado de ver quiénes eran realmente las otras personas, había reemplazado la realidad por su opinión. Como jueza, no lo había hecho bien. Es que un juez justo sólo puede serlo desde la empatía, es decir, si es capaz de ponerse en el lugar del otro.
De esto trata, en parte, la muy bella novela Elizabeth Costello, del autor sudafricano J:M: Coetzee, premio Nobel de Literatura en 2003. Elizabeth, la escritora protagonista, reflexiona acerca de las grandes tragedias humanas, acerca de la intolerancia, del genocidio, de los desencuentros entre las personas, tanto en lo social como en lo cotidiano. Y piensa que ocurren porque olvidamos una pregunta sencilla, profunda y grandiosa: "¿Cómo sería yo si eso me estuviera pasando a mí?”. Cuando no la hacemos, dice, cerramos nuestro corazón.
Tomando esas palabras, se puede decir que, cuando juzgamos, olvidamos ponernos en el lugar del otro, ser el otro, y cerramos nuestro corazón. Con el corazón cerrado, quedamos solos, aunque estemos rodeados de gente. En cambio, cuando dejamos de juzgar abrimos nuestro corazón. Y, con él, abrimos nuestros ojos. Podemos ver al otro, saber quién es, averiguar qué le pasa, cómo se siente. Así, nuestros vínculos (de pareja, de amistad, familiares, como padres, como hijos, con colegas) se hacen más verdaderos, más profundos, con bases más sólidas. Desarrollamos la empatía y, con ella, empezamos a desplegar uno de los atributos humanos más elevados y esenciales para una vida plena, con sentido: la aceptación. Aceptación es más que tolerancia. En la tolerancia queda aún un matiz de juicio (Soy mejor que tú, por eso te tolero a pesar de tus defectos). Dejar de juzgar es empezar a conocer al otro. Conocer es aceptar. Y quien aprende a aceptar, nunca está solo. Sergio Sinay.com.ar
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